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No ha sido la de San Brandán o San Borondón la única isla viajera; sólo ha sido la más famosa. En la costa argentina, a una legua poco más o menos al este de la ciudad de Goya, existe una isleta que antiguamente cambiaba también de situación, si bien no llegaba a desaparecer como aquélla: es la Isla del Diablo.
Según la tradición, esta isla fue, en otra época, un islote fantasma. Unas veces aparecía más al Norte, otras más al Sur, y nunca se estaba fija en el mismo punto. Este cambio constante de situación no constituía, sin embargo, la principal dificultad para desembarcar en ella. El mayor obstáculo para el viajero que pretendiese poner la planta en la movediza tierra consistía en la ferocidad de sus habitantes: unos espíritus infernales capaces de amedrentar con sus gestos y gritos extraños al corazón más decidido y valiente.
Sometida a estos cambios de lugar y señoreada por tan horripilantes huéspedes, estuvo la isla durante muchísimo tiempo. Al cabo, estas condiciones cambiaron radicalmente. Un fraile misionero fue el autor de la benéfica variación.
Enterado de los fenómenos que en la isleta se daban e informando de la extraña naturaleza de los habitantes, concibió un proyecto para librar de maléficas influencias aquella porción de tierra. Su plan era un verdadero plan de conquista. Sin embargo, la expedición que organizó no presentó ningún aparato bélico. Su tropa estuvo constituida por fervorosos fieles que se dirigieron a la isleta rezando la más adecuadas preces; llevaba como enseña la más alta de todas -la de la Cruz- y como única arma, la del exorcismo.
Bendecida la tierra maldita, pudieron todos desembarcar en ella sin ninguna dificultad. Y desde entonces, la isla ya no ha vuelto a moverse.
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